lunes, 8 de octubre de 2012
lunes, 10 de septiembre de 2012
miércoles, 20 de junio de 2012
Urgencias
Caminar es lo urgente
aunque no se tenga certeza
sobre la ruta que seguirán los pies.
Sólo caminando,
pueden alentarse los pasos,
o detenerse la marcha
para cambiar de trayectoria,
o simplemente tomar sin demora otro rumbo.
Sin atornillarse
a rocas,
ni a árboles,
ni a cornisas,
ni a las corrientes
desbocadas
de los ríos que nos buscan,
es preciso insistir.
.
Caminar es lo urgente
porque es urgente salvarse
del mordisco de la
rutina,
de la certidumbre de
que no hay nada más que hacer,
de la parálisis que
promueve el miedo a equivocarnos
del armisticio redondo
que promete el final.
Mariela
lunes, 11 de junio de 2012
RUTINA
Arriba.
Es rutinario.
Te subo.
Me subís.
Te amo.
Te amo.
Es rutinario.
Es la rutina lo que arruina
todo.
Lo que me arruina es la
edad.
Eso es una verdad.
No, te lo decía en broma.
Entonces es una mentira.
Tampoco .
Abajo, arriba, arriba,
abajo, tu pecho, mi pecho
¿Qué tiene el tuyo que sea
diferente al mío?
Las tetas. Las tetas tuyas
son diferentes a las mías.
Ah, uh.
Uh ah.
¿Viste el balcón?
¿Qué tiene?
Si lo viste.
Hacés cada pregunta...
No lo viste, entonces.
Sí lo ví, el balcón de
arriba.
Si lo miro de arriba está
abajo pero si lo miro de abajo está arriba.
Todo depende del cristal
con que se mira.
¿Lo decís por mis anteojos?.
No, lo digo por lo que ven
mis ojos.
Ah uh,
uh, ah
Juguemos.
¿ Otra vez?.
¿Ves? Otra vez, no querés jugar.
Es rutinario, ya sé a lo
que vamos a jugar.
Entonces no tiene gracia.
Es una desgracia.
¿Qué cosa?.
La rutina.
Bueno, dale.
Veo veo.
¿Qué ves?
Una cosa ¿
Qué cosa?.
Maravillosa.
Ahá.
Ahá no, ¿qué es?
Una escalera hacia el cielo.
¿De qué color?
¿Me estás cargando?
Claro que no, si así fuera, no preguntaría.
A veces hacés cada
pregunta.
Bueno, está bien, se ve que
no querés jugar.
Si quiero, pero es que
siempre hacemos lo mismo, es una rutina.
No es cierto. Lo que
estamos haciendo hoy no lo hemos hecho nunca. Ayer lo hicimos. Ayer fue pasado,
hoy es presente…
Y si lo hacemos mañana no
sabemos porque será futuro.
¡Mirá vos, no me había dado
cuenta!.
¿Entonces?
¿Entonces qué?
¿De qué color?
De color cielo,
naturalmente.
Quiero quiero.
¿Qué querés?
Una cosa.
¿ Qué cosa?
Maravillosa.
Mmm, dejáme pensar… ya
está. Quiero coger.
Eso no es una cosa.
Pero es lo que yo quiero.
Bueno, dale, arriba,abajo,
ya está.
¿Cómo está?
No sé, no veo nada sin mis anteojos.
¿Lo decís por mí…?
No, es que no veo nada sin
mis anteojos.
Sí, lo decís por mí, siempre me decís lo mismo.
No seas tonto.
Tonta sos vos, que no
querés jugar.
Bueno dale. Es maravilloso,
uh, ah, arriba, abajo, abajo, arriba ¿Te gusta?
Me gusta ¿porqué preguntás?.
Porque nunca decís nada.
Ah, ay mi dios, ay mi
cielo, veo estrellas, uh ah. ¿Vos ves estrellas también cuando cojemos?.
A veces hacés cada
pregunta. Ahora veo estrellas, pero es porque me duele la espalda. Cambiemos. Arriba
abajo uh ah, ah uh, divino, divina.
Así sí. Sí así.
¿Cómo se escribe coger?
¿Qué?
Coger, no sé como se escribe, si con ge o con
jota.
Uh ah. Ah uh. No sé, ¿no es
lo mismo?.
No, una cosa es una cosa y
otra cosa es otra cosa.
Pero si lo que importa es
que cojamos.
Bueno dale. Arriba, abajo,
abajo, arriba, ah, uh uh,ah, ay mi dios, ay dios mío ayy dios mío ayyy dios míoo
¿Te duele, o te gusta así?.
Nada de eso, me acabo de
acordar que no pagamos la tarjeta
Ah, uh.
Espejo vacío
Artista Escher- Obra Relativity |
Una sombra, un
espejo, una escalera hacia el abajo
Busco, subo,
llego al patio, asciendo.
Desciende la
sombra
La sombra está
en el espejo
No me mira, pero
yo la miro
Rayo el vidrio, la
busco
En el espejo, en
la baranda de madera
está el recuerdo
de una mano.
En los viejos escalones
la inseguridad
de un pasado.
El futuro está
ahí, en el último escalón
No se sabe
si asciende, o si desciende.
La sombra está
inquieta.
Rechina los
dientes, frase remanida.
El abajo es
adentro el afuera es arriba
El cielo está
bajo tierra
Es un laberinto,
una habitación
un espejo
una sombra
un balcón
una canción de
invierno
un lamento
tres tristes
tigres que mugen
La sombra, el
espejo la escalera hacia ninguna parte
¿Estoy muerto?
La sombra sonríe
Por fin
el espejo está
vacío
sábado, 21 de enero de 2012
Siempre hay juicio para perder
- ¡Buenas tardes!- saluda gentil, con una
ligera sonrisa, con movimientos sobrios. El entorno es impecable, él también.
Me llama mucho la atención su nariz de boxeador, es como si desentonara con el
contexto. Lo estudio unos instantes y me propongo ahuyentar los devaneos
fatalistas que me provoca. - Nadie elige la cara, esa te la ponen de fábrica y
a aguantarse.- pienso para tranquilizarme, para conjurar el miedo que se está
apoderando de mí.
Le
expongo lo que me condujo hasta él.
- Ponete cómoda.-
indica amistosamente.
- Gracias.- contesto
bastante crispada.
Podría
no estar allí, ni haberlo pensado, o sólo haber llegado hasta la puerta y
volverme… aún más, podría haber hasta saludado, dar la media vuelta y huir.
Pero no, temblando y sumisa, estoy adentro.
- Es
fundamental que te mantengás tranquila. Si colaborás va ha ser más sencillo…-
oigo las palabras correctas que sin embargo, hieren como estiletes.
Y
bueno… la suerte está echada.
Él se
acerca confiado, aislado en látex. Mis ojos, de manera involuntaria, vuelven a
centrarse en su perfil. Ciertamente me intimida.
De
repente una luz asalta todo el recinto… ¿Será necesaria tanta potencia? ¿O tal
vez sea una estrategia para disminuir las posibles resistencias, lógicas,
imprescindibles? Aunque conozco algo del procedimiento, de las conveniencias y
los riesgos, me jode la claridad artificial en la que me siento atrapada…
Cierro
los ojos… ¡Hay que tener un resto de sadismo para ocuparse de estos
menesteres…! ¿Podría estar en su lugar?
¡De ningún modo…! Pero lo busqué, fui yo la que llamé por teléfono y
concerté la cita; es más le pedí la más cercana. -Era ineludible- pienso,
tratando de convencerme.
Abro
los ojos y lo veo acercarse, un bulto desdibujado, deslizándose lentamente
hacia mí. Yo, inmovilizada en mi excesiva tensión; él, tarareando alguna
melodía confusa… Parece tranquilo, yo tirito.
Vuelvo
a cerrar los ojos, o los abro… ¿Qué es lo peor para ver? ¿La luz amedrentadora
de afuera… o el desfile de fantasmas espeluznantes que se deslizan por los
laberintos de mi imaginación? Trato de exigirme otros pensamientos.
- Más, por favor,
necesito más cooperación…
Me
esmero en hacerlo bien, siempre tan dúctil. Debo demostrar que soy…
- Dale un poco más,
no aflojés, dale más…
¿Demostrar
qué?… ¿a quién? ¿a este tipo, que ni siquiera conozco? ¿Para qué? Además no
creo que le interese evaluar precisamente mis virtudes.
- ¡Te
dije que más!- por primera vez su voz se endurece.
-¿Qué
se cree?- mascullo, sin decir nada. Tampoco podría. Pienso en que es una de las
pocas ocasiones en que me dejan sin palabras. En realidad, sería más pertinente
decir, en que me trago las palabras.
Las
palabras que engullo y las imágenes que no entran a través de la vista,
provocan hipersensibilidad de otros sentidos. El oído, por ejemplo, está atento
al ruido circundante y a la melodía vaga que tararea… ¿Qué canta? Trato de
adivinar… - ¿Qué mierda canta? - Me gustaría gritarle, pero no puedo… No
correspondería y NO PUEDO… ¿Y el olfato? Me trastorna ese tufo indescriptible…
Aprieto
los ojos e intento pensar en algo diferente… Escapar con algún delirio, como
cuando era una niñita y me acechaban los monstruos en la oscuridad de la
habitación que compartía con mi hermana. En esas circunstancias de espanto me
nació la necesidad de las historias… Las historias que le exigía a mi
imaginación para conjurar los engendros que ella quería imponerme… ¿Y ahora?
Tantos y tantos fantasmas correteándonos por la vida. Tanta urgencia por
desvanecerlos, perderlos en algún abrazo, sentirse libre de ellos, de sus
estelas y sus presiones…
- Un poco más… - Su
voz áspera me saca de las divagaciones. Ansío volver a pensar en tormentos
foráneos, pero no consigo enlazar el hilo que me hizo perder con su orden
inflexible.
¡Ya no
puedo más! ¿Cuánto habrá pasado? Compruebo con mi padecimiento la plasticidad
del tiempo, su falta de coherencia y de caridad… Un minuto, una hora, pueden
durar un instante o un siglo… ¿Cuántos siglos habrán transcurrido desde que
dije buenas tardes y percibí con irremediable certeza que no tenía
escapatoria?… Me gustaría salir corriendo, no quiero pensar en nada más, quiero
irme… y este tipo sigue hurgándome, vulnerándome en el espacio indefinido de
tiempo transcurrido desde el maldito instante en el que se abrió la puerta y
constaté que había llegado mi hora… ¡BAAAASTA!, pienso y callo… Entonces
escucho algo que podría ser peor.
- No sé si pueda
terminar…
El
tipo se detiene y supongo que me mira con cierto dejo de piedad. Sólo lo
supongo, yo no lo veo, por el contrario aprieto con más fuerza los ojos y trato
de escabullirme por cualquier atajo que me sugiera el cerebro… pero vuelvo
aturdida a caer en la situación en la que estoy. Trato de envolverme en un halo
de colores que va subiendo desde los pies, anillos que recubren los tobillos,
las piernas, la pelvis… Me tengo que concentrar en ese ejercicio, debo
encontrar una forma para relajarme. ¿Dónde lo aprendí? En algún taller, tal vez
de yoga, o de teatro, que sé yo… qué importa, tampoco me sirve en este trance.
No puedo, no consigo escaparme de la idea de mi cuerpo, allí, lacerado y del
sabor amargo en mi boca…
Entreabro
apenas los ojos y de nuevo me centro en su nariz… Vuelve a hablarme. Por ningún
artificio consigo encontrar en su voz la cordialidad del principio.
- La
muela está muy incrustada en el hueso por lo que puedo llegar a quebrarte la
mandíbula si sigo haciendo fuerza…
Mariela Zobin
Mariela Zobin
En volandas
Ocurrió
un día que me fui con el viento.
Estaba
sentada en el patio, bajo un techo rústico, irregular, frente a unas cuantas
hileras de olivos. Los rayos de sol imponían diamantes en los intersticios de
la trama de cañas. Era una tarde luminosa y tibia, a pesar de que transitábamos
agosto.
Bastante
al sur del Trópico de Capricornio, donde está Mendoza, agosto implica pleno
invierno y, particularmente en el año del acontecimiento que relato, un
invierno despiadado. Hubo intensas nevadas. Las calles se transformaron en
trampas de hielo. Se paralizaron la mayor parte de las actividades. Las horas
de luz quedaron reducidas a una limosna de sol entre las nubes. A la mañana, el
agua congelada se agazapaba en las cañerías, negándose a fluir. No alcanzaban los combustibles, ni las
combustiones. Salíamos a la calle cubiertos de camisetas, poleras, buzos,
sacos, camperas, cancanes, calzoncillos largos, medias, gorros, guantes,
ponchos, bufandas… y toda clase de tejidos que ayudaran a conservar el calor que
la sangre producía.
No
creo que sea necesario aclarar que el invierno no me gusta y que, desde mi
subjetiva opinión, el romanticismo de la nieve se derrite mucho más rápido que
el agua cristalizada que la conforma.
A
pesar de que los viejos afirmaban que así eran los inviernos muchos años atrás,
yo sostenía otra hipótesis más prosopopéyica. Interpretaba estas inclemencias
como una venganza de la naturaleza ante todas las vejaciones propinadas por
nosotros, los miembros de la raza humana. Aunque dominaba el tema del
calentamiento global y su relación con los fenómenos climáticos, me permitía,
en secreto, interpretaciones fuera de la ciencia. Estas posiciones y muchas otras
también de carácter mágico, y que no vienen al cuento, eran celosamente
mantenidas en la clandestinidad, sin jamás compartirlas con nadie. Estaba
aprisionada en mi reputación de científica seria.
Era invierno, pero en Mendoza, en el
desierto. Por lo tanto, en cuanto terminaba el “frente polar” (denominado así
por los metereólogos), surgían nuevamente las siestas templadas, como la
citada. En ellas, la piel expuesta al sol experimenta sensaciones de un día de
avanzada primavera. No importa si al atardecer baja la temperatura hasta
alcanzar el punto de congelamiento; alrededor del medio día de una jornada sin
nubes, en estas latitudes se vive la fantasía de estar en otra estación.
Sentada
bajo el techo de cañas disfrutaba del sol que se iba corriendo hacia las altas
cumbres. Como una brújula, la cordillera me indicaba con exactitud mi posición
geográfica: los rayos solares acariciaban mi mejilla derecha, mientras yo
miraba en dirección sudoeste.
La
Nuri, sentada a mi lado, y también disfrutando del calor de la tarde, hablaba.
Hablaba de una película documental en la que intervenían físicos cuánticos y
algunos místicos. Me contaba que el film giraba alrededor de cuestionamientos
sobre lo que era la realidad, sobre el voluntarismo de cambiarla y otros temas
relacionados a esas inquietudes. Sorprendida por su locuacidad, la escuchaba
concentrada, hasta que el leve movimiento de las hojas de los olivos y el sopor
que provocaba la agradable temperatura, me fueron resquebrajando la atención.
Posé
los ojos sobre un yuyal y, pensando en su resistencia hosca, amarilla, me fui
alejando de las reflexiones de mi amiga.
Empecé a sorprenderme cuando pude observar con nitidez una brizna. Debo
dejar sentado que en condiciones de vigilia total, resultaría imposible que mis
ojos registraran tales detalles. Tal vez la magia de la siesta afiló mi visión,
pero lo irrefutable es que empecé a escrutar la más pequeña de las maravillosas
imperfecciones de una de las hojas, de una de las plantas que conformaban el
desordenado pastizal. Me conmoví con las nervaduras, que en su virtual
esterilidad, escondían la vida.
A
esta altura, las palabras de la Nuri, que esa tarde fluían con una verborragia
inusitada, eran un monótono tañido lejano. Aunque me esforzaba por volver a
escuchar sus cavilaciones, no lo conseguía. Mientras más esfuerzos hacía por
retomar el hilo de sus palabras, más me adentraba en el camino de las
nervaduras, en los quejidos del tallo de esa pequeña hoja que se mecía en el
aire.
Continuaba
enajenada en la minuciosa observación, cuando comenzó a crecer la brisa. El
aire fue progresando hasta transformarse en viento caliente, viento implacable
que vació su humedad oceánica del otro lado de las montañas y llegó hasta estos
parajes seco, turbulento. Era el Zonda que ingresaba prepotente presagiando
infortunios; desgracias para otros, porque yo, esa tarde de ficticia primavera,
me fui con el viento.
Quisiera
poder contar más detalles acerca de lo que pasó, pero es muy complicado poner
en palabras humanas sensaciones que transgreden nuestra naturaleza. Recuerdo
que cuando la velocidad del viento fue la necesaria, me arrancó de la silla. No
opuse ninguna resistencia consciente, más allá del peso de mi cuerpo y su
estructura nada aerodinámica.
Estaba
fascinada por la experiencia de poder sostenerme en el cielo sin caer.
Juzgándolo a la distancia debo haber sufrido alguna clase de mutación. Tal vez
se produjo el extraño caso de una espontánea proliferación de plumas que me
permitieron montar el viento e imitar a los pájaros, con una acción impensable
para el arreglo corporal humano. De más esta comentar que estos razonamientos
volvían a violar mi formación en ciencias duras, para adentrarme en senderos
metafísicos.
Ahora,
¡qué importan las explicaciones! Lo concreto es que, contradiciendo mis
conocimientos, ese día me fui con el viento. El aire se apropió de mi cuerpo
vulnerando la naturaleza. En el
vuelo adquirí otra entidad. Y, aunque no tengo una explicación creíble para
este hecho, me relajé y me entregué a la corriente.
Sé
que no lo soñé, porque desde la altura pude observar cómo el patio se iba
alejando... Después recuerdo que, durante un lapso impreciso, me revolqué sobre
las caprichosas ráfagas de aire y polvo. Cuando la polvareda menguó, divisé una
gran mancha amarilla verdosa. Estaba sobre el Parque General San Martín. No
debía volar demasiado alto porque rocé con la punta de los pies la copa de los
árboles más grandes, los más antiguos que hay sobre el cerro de La Gloria.
Escuchaba los gritos de los animales del zoológico, aturdidos por los cambios
de presión que se producen en estos días. Miraba a los automóviles deslizándose
con prisa en los carriles desdibujados por la tierra en suspensión. Avisté el
entramado de barrios: los ricos con sus piletas y sus muros, los más sencillos
con las madres intentando proteger a los niños del viento feroz, las casillas
diseminando en el cielo trozos de nylon negro, cartones, hasta pedazos de
chapas de cinc…
No
sé cuánto duró el viaje. Las imágenes que recuerdo se mezclan con los
pensamientos, lo que genera una pérdida de la noción del tiempo. El tiempo, la
Nuri me estaba hablando de qué era el tiempo…
Cuando
el Zonda se detuvo, volví al patio, debajo de las cañas irregulares. La Nuri ya
no estaba. Nunca me preguntó nada sobre lo acontecido, es más nunca volvió a
hablarme.
Me
esforcé por continuar con mi postura científica ante los demás. No podía desplomar mi reputación contando que me
surgieron alas o plumas o que me fui con el viento… Llevaba muchos años de
pertenencia al claustro de la ciencia, aunque debo confesar que nunca conseguí
identificarme completamente con los grupos hegemónicos y su intento de
comprimir la realidad en limitadas leyes, supuestamente empíricas. Llevaba un
tiempo largo apartándome lentamente de ellos, pero este alejamiento se tornó
definitivo desde ese día en que me elevé con el viento. Es más, a partir de ese
momento ninguno de mis antiguos colegas volvió a hablarme.
Cada
invierno, en las siestas tibias en las cuales está anunciada la presencia de
viento Zonda, me siento en la misma silla con dirección sudoeste. El sol llena
de diamantes el cada año más diezmado techo de cañas. El yuyal persiste en su
resistencia áspera, en su fingida esterilidad. Sentada y sin apremio, entorno
los ojos, antes miopes, buscando las hojas diminutas. Ya no me reprimo los
pensamientos mágicos. Ya no me exijo parecer coherente, ni sensata. Me dejo
fluir, esparcirme por el aire como la cabellera de un diente de león.
Todos
los inviernos, en las tardes luminosas y cálidas, repito el mismo ritual. Todos
los inviernos desde aquella primera vez en que me fui con el viento.
Mariela
Zobin
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