Ocurrió
un día que me fui con el viento.
Estaba
sentada en el patio, bajo un techo rústico, irregular, frente a unas cuantas
hileras de olivos. Los rayos de sol imponían diamantes en los intersticios de
la trama de cañas. Era una tarde luminosa y tibia, a pesar de que transitábamos
agosto.
Bastante
al sur del Trópico de Capricornio, donde está Mendoza, agosto implica pleno
invierno y, particularmente en el año del acontecimiento que relato, un
invierno despiadado. Hubo intensas nevadas. Las calles se transformaron en
trampas de hielo. Se paralizaron la mayor parte de las actividades. Las horas
de luz quedaron reducidas a una limosna de sol entre las nubes. A la mañana, el
agua congelada se agazapaba en las cañerías, negándose a fluir. No alcanzaban los combustibles, ni las
combustiones. Salíamos a la calle cubiertos de camisetas, poleras, buzos,
sacos, camperas, cancanes, calzoncillos largos, medias, gorros, guantes,
ponchos, bufandas… y toda clase de tejidos que ayudaran a conservar el calor que
la sangre producía.
No
creo que sea necesario aclarar que el invierno no me gusta y que, desde mi
subjetiva opinión, el romanticismo de la nieve se derrite mucho más rápido que
el agua cristalizada que la conforma.
A
pesar de que los viejos afirmaban que así eran los inviernos muchos años atrás,
yo sostenía otra hipótesis más prosopopéyica. Interpretaba estas inclemencias
como una venganza de la naturaleza ante todas las vejaciones propinadas por
nosotros, los miembros de la raza humana. Aunque dominaba el tema del
calentamiento global y su relación con los fenómenos climáticos, me permitía,
en secreto, interpretaciones fuera de la ciencia. Estas posiciones y muchas otras
también de carácter mágico, y que no vienen al cuento, eran celosamente
mantenidas en la clandestinidad, sin jamás compartirlas con nadie. Estaba
aprisionada en mi reputación de científica seria.
Era invierno, pero en Mendoza, en el
desierto. Por lo tanto, en cuanto terminaba el “frente polar” (denominado así
por los metereólogos), surgían nuevamente las siestas templadas, como la
citada. En ellas, la piel expuesta al sol experimenta sensaciones de un día de
avanzada primavera. No importa si al atardecer baja la temperatura hasta
alcanzar el punto de congelamiento; alrededor del medio día de una jornada sin
nubes, en estas latitudes se vive la fantasía de estar en otra estación.
Sentada
bajo el techo de cañas disfrutaba del sol que se iba corriendo hacia las altas
cumbres. Como una brújula, la cordillera me indicaba con exactitud mi posición
geográfica: los rayos solares acariciaban mi mejilla derecha, mientras yo
miraba en dirección sudoeste.
La
Nuri, sentada a mi lado, y también disfrutando del calor de la tarde, hablaba.
Hablaba de una película documental en la que intervenían físicos cuánticos y
algunos místicos. Me contaba que el film giraba alrededor de cuestionamientos
sobre lo que era la realidad, sobre el voluntarismo de cambiarla y otros temas
relacionados a esas inquietudes. Sorprendida por su locuacidad, la escuchaba
concentrada, hasta que el leve movimiento de las hojas de los olivos y el sopor
que provocaba la agradable temperatura, me fueron resquebrajando la atención.
Posé
los ojos sobre un yuyal y, pensando en su resistencia hosca, amarilla, me fui
alejando de las reflexiones de mi amiga.
Empecé a sorprenderme cuando pude observar con nitidez una brizna. Debo
dejar sentado que en condiciones de vigilia total, resultaría imposible que mis
ojos registraran tales detalles. Tal vez la magia de la siesta afiló mi visión,
pero lo irrefutable es que empecé a escrutar la más pequeña de las maravillosas
imperfecciones de una de las hojas, de una de las plantas que conformaban el
desordenado pastizal. Me conmoví con las nervaduras, que en su virtual
esterilidad, escondían la vida.
A
esta altura, las palabras de la Nuri, que esa tarde fluían con una verborragia
inusitada, eran un monótono tañido lejano. Aunque me esforzaba por volver a
escuchar sus cavilaciones, no lo conseguía. Mientras más esfuerzos hacía por
retomar el hilo de sus palabras, más me adentraba en el camino de las
nervaduras, en los quejidos del tallo de esa pequeña hoja que se mecía en el
aire.
Continuaba
enajenada en la minuciosa observación, cuando comenzó a crecer la brisa. El
aire fue progresando hasta transformarse en viento caliente, viento implacable
que vació su humedad oceánica del otro lado de las montañas y llegó hasta estos
parajes seco, turbulento. Era el Zonda que ingresaba prepotente presagiando
infortunios; desgracias para otros, porque yo, esa tarde de ficticia primavera,
me fui con el viento.
Quisiera
poder contar más detalles acerca de lo que pasó, pero es muy complicado poner
en palabras humanas sensaciones que transgreden nuestra naturaleza. Recuerdo
que cuando la velocidad del viento fue la necesaria, me arrancó de la silla. No
opuse ninguna resistencia consciente, más allá del peso de mi cuerpo y su
estructura nada aerodinámica.
Estaba
fascinada por la experiencia de poder sostenerme en el cielo sin caer.
Juzgándolo a la distancia debo haber sufrido alguna clase de mutación. Tal vez
se produjo el extraño caso de una espontánea proliferación de plumas que me
permitieron montar el viento e imitar a los pájaros, con una acción impensable
para el arreglo corporal humano. De más esta comentar que estos razonamientos
volvían a violar mi formación en ciencias duras, para adentrarme en senderos
metafísicos.
Ahora,
¡qué importan las explicaciones! Lo concreto es que, contradiciendo mis
conocimientos, ese día me fui con el viento. El aire se apropió de mi cuerpo
vulnerando la naturaleza. En el
vuelo adquirí otra entidad. Y, aunque no tengo una explicación creíble para
este hecho, me relajé y me entregué a la corriente.
Sé
que no lo soñé, porque desde la altura pude observar cómo el patio se iba
alejando... Después recuerdo que, durante un lapso impreciso, me revolqué sobre
las caprichosas ráfagas de aire y polvo. Cuando la polvareda menguó, divisé una
gran mancha amarilla verdosa. Estaba sobre el Parque General San Martín. No
debía volar demasiado alto porque rocé con la punta de los pies la copa de los
árboles más grandes, los más antiguos que hay sobre el cerro de La Gloria.
Escuchaba los gritos de los animales del zoológico, aturdidos por los cambios
de presión que se producen en estos días. Miraba a los automóviles deslizándose
con prisa en los carriles desdibujados por la tierra en suspensión. Avisté el
entramado de barrios: los ricos con sus piletas y sus muros, los más sencillos
con las madres intentando proteger a los niños del viento feroz, las casillas
diseminando en el cielo trozos de nylon negro, cartones, hasta pedazos de
chapas de cinc…
No
sé cuánto duró el viaje. Las imágenes que recuerdo se mezclan con los
pensamientos, lo que genera una pérdida de la noción del tiempo. El tiempo, la
Nuri me estaba hablando de qué era el tiempo…
Cuando
el Zonda se detuvo, volví al patio, debajo de las cañas irregulares. La Nuri ya
no estaba. Nunca me preguntó nada sobre lo acontecido, es más nunca volvió a
hablarme.
Me
esforcé por continuar con mi postura científica ante los demás. No podía desplomar mi reputación contando que me
surgieron alas o plumas o que me fui con el viento… Llevaba muchos años de
pertenencia al claustro de la ciencia, aunque debo confesar que nunca conseguí
identificarme completamente con los grupos hegemónicos y su intento de
comprimir la realidad en limitadas leyes, supuestamente empíricas. Llevaba un
tiempo largo apartándome lentamente de ellos, pero este alejamiento se tornó
definitivo desde ese día en que me elevé con el viento. Es más, a partir de ese
momento ninguno de mis antiguos colegas volvió a hablarme.
Cada
invierno, en las siestas tibias en las cuales está anunciada la presencia de
viento Zonda, me siento en la misma silla con dirección sudoeste. El sol llena
de diamantes el cada año más diezmado techo de cañas. El yuyal persiste en su
resistencia áspera, en su fingida esterilidad. Sentada y sin apremio, entorno
los ojos, antes miopes, buscando las hojas diminutas. Ya no me reprimo los
pensamientos mágicos. Ya no me exijo parecer coherente, ni sensata. Me dejo
fluir, esparcirme por el aire como la cabellera de un diente de león.
Todos
los inviernos, en las tardes luminosas y cálidas, repito el mismo ritual. Todos
los inviernos desde aquella primera vez en que me fui con el viento.
Mariela
Zobin