sábado, 21 de enero de 2012

Siempre hay juicio para perder


-  ¡Buenas tardes!- saluda gentil, con una ligera sonrisa, con movimientos sobrios. El entorno es impecable, él también. Me llama mucho la atención su nariz de boxeador, es como si desentonara con el contexto. Lo estudio unos instantes y me propongo ahuyentar los devaneos fatalistas que me provoca. - Nadie elige la cara, esa te la ponen de fábrica y a aguantarse.- pienso para tranquilizarme, para conjurar el miedo que se está apoderando de mí.
Le expongo lo que me condujo hasta él.
-   Ponete cómoda.- indica amistosamente.
-   Gracias.- contesto bastante crispada.
Podría no estar allí, ni haberlo pensado, o sólo haber llegado hasta la puerta y volverme… aún más, podría haber hasta saludado, dar la media vuelta y huir. Pero no, temblando y sumisa, estoy adentro.
- Es fundamental que te mantengás tranquila. Si colaborás va ha ser más sencillo…- oigo las palabras correctas que sin embargo, hieren como estiletes.
Y bueno… la suerte está echada.
Él se acerca confiado, aislado en látex. Mis ojos, de manera involuntaria, vuelven a centrarse en su perfil. Ciertamente me intimida.
De repente una luz asalta todo el recinto… ¿Será necesaria tanta potencia? ¿O tal vez sea una estrategia para disminuir las posibles resistencias, lógicas, imprescindibles? Aunque conozco algo del procedimiento, de las conveniencias y los riesgos, me jode la claridad artificial en la que me siento atrapada…
Cierro los ojos… ¡Hay que tener un resto de sadismo para ocuparse de estos menesteres…! ¿Podría estar en su lugar?  ¡De ningún modo…! Pero lo busqué, fui yo la que llamé por teléfono y concerté la cita; es más le pedí la más cercana. -Era ineludible- pienso, tratando de convencerme.
Abro los ojos y lo veo acercarse, un bulto desdibujado, deslizándose lentamente hacia mí. Yo, inmovilizada en mi excesiva tensión; él, tarareando alguna melodía confusa… Parece tranquilo, yo tirito.
Vuelvo a cerrar los ojos, o los abro… ¿Qué es lo peor para ver? ¿La luz amedrentadora de afuera… o el desfile de fantasmas espeluznantes que se deslizan por los laberintos de mi imaginación? Trato de exigirme otros pensamientos.
-   Más, por favor, necesito más cooperación…
Me esmero en hacerlo bien, siempre tan dúctil. Debo demostrar que soy…
-   Dale un poco más, no aflojés, dale más…
¿Demostrar qué?… ¿a quién? ¿a este tipo, que ni siquiera conozco? ¿Para qué? Además no creo que le interese evaluar precisamente mis virtudes.
- ¡Te dije que más!- por primera vez su voz se endurece.
-¿Qué se cree?- mascullo, sin decir nada. Tampoco podría. Pienso en que es una de las pocas ocasiones en que me dejan sin palabras. En realidad, sería más pertinente decir, en que me trago las palabras.
Las palabras que engullo y las imágenes que no entran a través de la vista, provocan hipersensibilidad de otros sentidos. El oído, por ejemplo, está atento al ruido circundante y a la melodía vaga que tararea… ¿Qué canta? Trato de adivinar… - ¿Qué mierda canta? - Me gustaría gritarle, pero no puedo… No correspondería y NO PUEDO… ¿Y el olfato? Me trastorna ese tufo indescriptible…
Aprieto los ojos e intento pensar en algo diferente… Escapar con algún delirio, como cuando era una niñita y me acechaban los monstruos en la oscuridad de la habitación que compartía con mi hermana. En esas circunstancias de espanto me nació la necesidad de las historias… Las historias que le exigía a mi imaginación para conjurar los engendros que ella quería imponerme… ¿Y ahora? Tantos y tantos fantasmas correteándonos por la vida. Tanta urgencia por desvanecerlos, perderlos en algún abrazo, sentirse libre de ellos, de sus estelas y sus presiones…
-   Un poco más… - Su voz áspera me saca de las divagaciones. Ansío volver a pensar en tormentos foráneos, pero no consigo enlazar el hilo que me hizo perder con su orden inflexible.
¡Ya no puedo más! ¿Cuánto habrá pasado? Compruebo con mi padecimiento la plasticidad del tiempo, su falta de coherencia y de caridad… Un minuto, una hora, pueden durar un instante o un siglo… ¿Cuántos siglos habrán transcurrido desde que dije buenas tardes y percibí con irremediable certeza que no tenía escapatoria?… Me gustaría salir corriendo, no quiero pensar en nada más, quiero irme… y este tipo sigue hurgándome, vulnerándome en el espacio indefinido de tiempo transcurrido desde el maldito instante en el que se abrió la puerta y constaté que había llegado mi hora… ¡BAAAASTA!, pienso y callo… Entonces escucho algo que podría ser peor.
-   No sé si pueda terminar…
El tipo se detiene y supongo que me mira con cierto dejo de piedad. Sólo lo supongo, yo no lo veo, por el contrario aprieto con más fuerza los ojos y trato de escabullirme por cualquier atajo que me sugiera el cerebro… pero vuelvo aturdida a caer en la situación en la que estoy. Trato de envolverme en un halo de colores que va subiendo desde los pies, anillos que recubren los tobillos, las piernas, la pelvis… Me tengo que concentrar en ese ejercicio, debo encontrar una forma para relajarme. ¿Dónde lo aprendí? En algún taller, tal vez de yoga, o de teatro, que sé yo… qué importa, tampoco me sirve en este trance. No puedo, no consigo escaparme de la idea de mi cuerpo, allí, lacerado y del sabor amargo en mi boca…
Entreabro apenas los ojos y de nuevo me centro en su nariz… Vuelve a hablarme. Por ningún artificio consigo encontrar en su voz la cordialidad del principio.
- La muela está muy incrustada en el hueso por lo que puedo llegar a quebrarte la mandíbula si sigo haciendo fuerza…
                                                                                     Mariela Zobin

En volandas




Ocurrió un día que me fui con el viento.
Estaba sentada en el patio, bajo un techo rústico, irregular, frente a unas cuantas hileras de olivos. Los rayos de sol imponían diamantes en los intersticios de la trama de cañas. Era una tarde luminosa y tibia, a pesar de que transitábamos agosto.
Bastante al sur del Trópico de Capricornio, donde está Mendoza, agosto implica pleno invierno y, particularmente en el año del acontecimiento que relato, un invierno despiadado. Hubo intensas nevadas. Las calles se transformaron en trampas de hielo. Se paralizaron la mayor parte de las actividades. Las horas de luz quedaron reducidas a una limosna de sol entre las nubes. A la mañana, el agua congelada se agazapaba en las cañerías, negándose a fluir.  No alcanzaban los combustibles, ni las combustiones. Salíamos a la calle cubiertos de camisetas, poleras, buzos, sacos, camperas, cancanes, calzoncillos largos, medias, gorros, guantes, ponchos, bufandas… y toda clase de tejidos que ayudaran a conservar el calor que la sangre producía.
No creo que sea necesario aclarar que el invierno no me gusta y que, desde mi subjetiva opinión, el romanticismo de la nieve se derrite mucho más rápido que el agua cristalizada que la conforma.
A pesar de que los viejos afirmaban que así eran los inviernos muchos años atrás, yo sostenía otra hipótesis más prosopopéyica. Interpretaba estas inclemencias como una venganza de la naturaleza ante todas las vejaciones propinadas por nosotros, los miembros de la raza humana. Aunque dominaba el tema del calentamiento global y su relación con los fenómenos climáticos, me permitía, en secreto, interpretaciones fuera de la ciencia. Estas posiciones y muchas otras también de carácter mágico, y que no vienen al cuento, eran celosamente mantenidas en la clandestinidad, sin jamás compartirlas con nadie. Estaba aprisionada en mi reputación de científica seria.
 Era invierno, pero en Mendoza, en el desierto. Por lo tanto, en cuanto terminaba el “frente polar” (denominado así por los metereólogos), surgían nuevamente las siestas templadas, como la citada. En ellas, la piel expuesta al sol experimenta sensaciones de un día de avanzada primavera. No importa si al atardecer baja la temperatura hasta alcanzar el punto de congelamiento; alrededor del medio día de una jornada sin nubes, en estas latitudes se vive la fantasía de estar en otra estación.
Sentada bajo el techo de cañas disfrutaba del sol que se iba corriendo hacia las altas cumbres. Como una brújula, la cordillera me indicaba con exactitud mi posición geográfica: los rayos solares acariciaban mi mejilla derecha, mientras yo miraba en dirección sudoeste.
La Nuri, sentada a mi lado, y también disfrutando del calor de la tarde, hablaba. Hablaba de una película documental en la que intervenían físicos cuánticos y algunos místicos. Me contaba que el film giraba alrededor de cuestionamientos sobre lo que era la realidad, sobre el voluntarismo de cambiarla y otros temas relacionados a esas inquietudes. Sorprendida por su locuacidad, la escuchaba concentrada, hasta que el leve movimiento de las hojas de los olivos y el sopor que provocaba la agradable temperatura, me fueron resquebrajando la atención.
Posé los ojos sobre un yuyal y, pensando en su resistencia hosca, amarilla, me fui alejando de las reflexiones de mi amiga.  Empecé a sorprenderme cuando pude observar con nitidez una brizna. Debo dejar sentado que en condiciones de vigilia total, resultaría imposible que mis ojos registraran tales detalles. Tal vez la magia de la siesta afiló mi visión, pero lo irrefutable es que empecé a escrutar la más pequeña de las maravillosas imperfecciones de una de las hojas, de una de las plantas que conformaban el desordenado pastizal. Me conmoví con las nervaduras, que en su virtual esterilidad, escondían la vida.
A esta altura, las palabras de la Nuri, que esa tarde fluían con una verborragia inusitada, eran un monótono tañido lejano. Aunque me esforzaba por volver a escuchar sus cavilaciones, no lo conseguía. Mientras más esfuerzos hacía por retomar el hilo de sus palabras, más me adentraba en el camino de las nervaduras, en los quejidos del tallo de esa pequeña hoja que se mecía en el aire.
Continuaba enajenada en la minuciosa observación, cuando comenzó a crecer la brisa. El aire fue progresando hasta transformarse en viento caliente, viento implacable que vació su humedad oceánica del otro lado de las montañas y llegó hasta estos parajes seco, turbulento. Era el Zonda que ingresaba prepotente presagiando infortunios; desgracias para otros, porque yo, esa tarde de ficticia primavera, me fui con el viento.
Quisiera poder contar más detalles acerca de lo que pasó, pero es muy complicado poner en palabras humanas sensaciones que transgreden nuestra naturaleza. Recuerdo que cuando la velocidad del viento fue la necesaria, me arrancó de la silla. No opuse ninguna resistencia consciente, más allá del peso de mi cuerpo y su estructura nada aerodinámica.
Estaba fascinada por la experiencia de poder sostenerme en el cielo sin caer. Juzgándolo a la distancia debo haber sufrido alguna clase de mutación. Tal vez se produjo el extraño caso de una espontánea proliferación de plumas que me permitieron montar el viento e imitar a los pájaros, con una acción impensable para el arreglo corporal humano. De más esta comentar que estos razonamientos volvían a violar mi formación en ciencias duras, para adentrarme en senderos metafísicos.
Ahora, ¡qué importan las explicaciones! Lo concreto es que, contradiciendo mis conocimientos, ese día me fui con el viento. El aire se apropió de mi cuerpo vulnerando la naturaleza.  En el vuelo adquirí otra entidad. Y, aunque no tengo una explicación creíble para este hecho, me relajé y me entregué a la corriente.
Sé que no lo soñé, porque desde la altura pude observar cómo el patio se iba alejando... Después recuerdo que, durante un lapso impreciso, me revolqué sobre las caprichosas ráfagas de aire y polvo. Cuando la polvareda menguó, divisé una gran mancha amarilla verdosa. Estaba sobre el Parque General San Martín. No debía volar demasiado alto porque rocé con la punta de los pies la copa de los árboles más grandes, los más antiguos que hay sobre el cerro de La Gloria. Escuchaba los gritos de los animales del zoológico, aturdidos por los cambios de presión que se producen en estos días. Miraba a los automóviles deslizándose con prisa en los carriles desdibujados por la tierra en suspensión. Avisté el entramado de barrios: los ricos con sus piletas y sus muros, los más sencillos con las madres intentando proteger a los niños del viento feroz, las casillas diseminando en el cielo trozos de nylon negro, cartones, hasta pedazos de chapas de cinc… 
No sé cuánto duró el viaje. Las imágenes que recuerdo se mezclan con los pensamientos, lo que genera una pérdida de la noción del tiempo. El tiempo, la Nuri me estaba hablando de qué era el tiempo…
Cuando el Zonda se detuvo, volví al patio, debajo de las cañas irregulares. La Nuri ya no estaba. Nunca me preguntó nada sobre lo acontecido, es más nunca volvió a hablarme.
Me esforcé por continuar con mi postura científica ante los demás. No podía  desplomar mi reputación contando que me surgieron alas o plumas o que me fui con el viento… Llevaba muchos años de pertenencia al claustro de la ciencia, aunque debo confesar que nunca conseguí identificarme completamente con los grupos hegemónicos y su intento de comprimir la realidad en limitadas leyes, supuestamente empíricas. Llevaba un tiempo largo apartándome lentamente de ellos, pero este alejamiento se tornó definitivo desde ese día en que me elevé con el viento. Es más, a partir de ese momento ninguno de mis antiguos colegas volvió a hablarme.
Cada invierno, en las siestas tibias en las cuales está anunciada la presencia de viento Zonda, me siento en la misma silla con dirección sudoeste. El sol llena de diamantes el cada año más diezmado techo de cañas. El yuyal persiste en su resistencia áspera, en su fingida esterilidad. Sentada y sin apremio, entorno los ojos, antes miopes, buscando las hojas diminutas. Ya no me reprimo los pensamientos mágicos. Ya no me exijo parecer coherente, ni sensata. Me dejo fluir, esparcirme por el aire como la cabellera de un diente de león.
Todos los inviernos, en las tardes luminosas y cálidas, repito el mismo ritual. Todos los inviernos desde aquella primera vez en que me fui con el viento.    

                                                                                    Mariela Zobin